Capítulo 1
Lucrezia
Vuelvo a mi dormitorio sigilosamente y cierro la puerta con un suave clic. La búsqueda de mi móvil en la planta baja ha sido un éxito. Me lo había dejado en la encimera de la cocina después de coger una botella de agua antes. Ahora, me dejo caer en la cama mientras desbloqueo la pantalla.
Se carga Instagram y recorro mi feed sin pensar. Modelos con ropa de diseño, famosos en fiestas exclusivas, artistas que exhiben sus últimas obras. Me detengo en una publicación de una galería de Milán sobre la exposición de un pintor emergente. Su uso del color hace que algo se me retuerza por dentro, una sensación que reprimo rápidamente.
Cierro la aplicación y tiro el móvil a un lado. La gala del Venetian Rose empieza en una hora, y a Enzo le dará un ataque si no estoy lista a tiempo. Estos eventos del casino son parte del negocio familiar; de la parte legítima, al menos. Mis hermanos insisten en que asista, afirmando que es bueno para mí «salir más». Lo que en realidad quieren decir es que pueden vigilarme mientras estoy allí.
Con un suspiro, me dirijo a mi cuarto de baño y estudio mi reflejo. Tengo ojeras por otra noche de insomnio. Abro el neceser y me pongo manos a la obra con la base de maquillaje. El ritual es reconfortante. Una de las pocas cosas que todavía me parecen normales.
Otra noche más fingiendo.
Me perfilo los ojos con una sombra ahumada y me aplico rímel, que hace que mis pestañas parezcan más espesas y oscuras. Un toque de colorete da vida a mis mejillas, demasiado pálidas. El pintalabios rojo es lo último. Una armadura para la noche que me espera.
Lo siguiente es el pelo. Enchufo el rizador y espero a que se caliente. Mis ondas oscuras me caen por los hombros, y voy mechón a mechón, creando rizos sueltos que me enmarcan la cara.
Estas galas del casino son una extraña mezcla de negocios y política familiar. A veces casi las disfruto. Otras, apenas puedo respirar de tanta falsedad.
Lo peor son los niños ricos que tratan la riqueza como un logro en lugar del accidente de nacimiento o del crimen que suele ser. Todos ellos hablando de sus casas de verano y sus jets privados como si coleccionar cosas caras fuera un rasgo de la personalidad.
Casi me río de la ironía. Heme aquí, una Feretti, irritada por las muestras de riqueza cuando en la mansión de nuestra familia podría alojarse un pueblo pequeño. Pero hay una diferencia. Mis hermanos nunca presumen de dinero. Simplemente lo tienen. El poder no necesita anunciarse.
Compruebo mi reflejo por última vez. La mujer que me devuelve la mirada parece elegante, serena. Nadie adivinaría que algunas noches se despierta gritando. Nadie sabría que hace dos años que no coge un pincel. Bueno, lo intenté una vez, pero entonces no lo hacía por mí.
Perfecto. La máscara está en su sitio.
Me dirijo al vestidor, donde el traje de esta noche cuelga en su portatrajes. Damiano hizo que lo trajeran ayer. Otro «regalo» que no pedí. Mis hermanos también creen que los regalos caros arreglarán de algún modo lo que pasó. Como si los vestidos de diseño pudieran borrar las pesadillas.
Abro la cremallera de la funda y no puedo evitar que se me escape un pequeño jadeo. El vestido es innegablemente precioso. Es de un verde esmeralda intenso. El color me recuerda a los caros óleos que solía encargar a Italia. Paso los dedos por la tela, sintiendo su fría suavidad contra mi piel.
No es un vestido cualquiera. Es de Valentino, hecho a medida para el evento de esta noche. Su precio probablemente alimentaría a una familia durante meses. Lo saco de la percha y me lo pongo con cuidado, subiéndomelo por las caderas. El corpiño me ciñe la cintura antes de abrirse en un sutil corte en A hasta el suelo. El escote es recatado pero elegante: lo bastante alto para ser apropiado, lo bastante bajo para estar a la moda.
Cuando me vuelvo para mirarme en el espejo, apenas me reconozco. El vestido me queda perfecto, por supuesto. Damiano se habría asegurado de ello, probablemente preguntando si tenían mis medidas. Y las tienen.
—Parece usted una Feretti como Dios manda —le susurro a mi reflejo, imitando lo que Enzo probablemente dirá cuando me vea.
Ese es el objetivo, ¿no? En el Venetian Rose, no soy solo Lucrezia. Soy una hija Feretti, la princesa de nuestro imperio criminal, la anfitriona que debe sonreír, encandilar y hacer que todo el mundo se sienta bienvenido en nuestro territorio. El vestido no es para mí. Es para el papel que tengo que interpretar.
Me pongo los tacones esmeralda a juego y me abrocho los pendientes de diamantes que Enzo me regaló por mi último cumpleaños.
El toque final es una fina pulsera de diamantes que perteneció a nuestra madre. Rara vez me la pongo, pero esta noche parece una ocasión que exige la presentación Feretti al completo. Nuestro casino, nuestras reglas, nuestra riqueza a la vista de todos.
Miro la hora. Treinta minutos hasta que Enzo venga a acompañarme a la planta baja.
Me siento con cuidado en el borde de la cama, procurando no arrugar el vestido. El peso de la seda se siente sobre mi piel, como las expectativas que conlleva. Esta noche, sonreiré a la gente adecuada, me reiré de los chistes adecuados y fingiré que no estoy contando los minutos que faltan para poder volver a casa y desprenderme de esta fachada perfecta.
El Venetian Rose no es solo un casino. Es una declaración de intenciones. La joya de la corona de nuestra familia en Manhattan, un lugar donde la élite viene a jugar y a fingir que no se codea con criminales. Y yo soy parte de la ilusión, la hermosa hija Feretti que hace que todo el mundo olvide que las fichas por las que apuestan fueron pagadas con dinero manchado de sangre.
Respiro hondo y me levanto de nuevo, alisándome la seda. La chica del espejo parece sacada de la portada de una revista.
Impecable, perfecta, intocable.
Si supieran lo vulnerable que había sido.
